Alfa ridiculizado

El mundo se había disuelto en una neblina rojiza. Mi cuerpo, sin voluntad propia, se había rendido. La caída me arrancó el último aliento, dejándome tendida sobre la madera, con la espalda destrozada y el sabor a ceniza en la boca. Esperaba el siguiente golpe, el fin, el regalo de la inconsciencia total.

Entonces, la voz. Fuerte, potente, irrumpió en mi agonía. Una voz femenina que tronó con autoridad, silenciando de golpe el bramido de la manada y el chirrido cruel del látigo.

—¡Basta! ¡Detengan esta barbarie ahora mismo!

El silencio fue más brutal que el ruido. Un vacío repentino donde antes solo había existido dolor y odio. Abrí mis ojos a duras penas, mis pestañas pegadas por la sangre y el sudor. Vi una figura abriéndose paso entre la multitud petrificada. Una mujer mayor, de una elegancia atemporal y una presencia que eclipsaba incluso al arrogante Marcus. Sus ropas eran ricas, y en su capa, en su broche, resplandecía el sello de la corona, el emblema real.

—¡Qué monstruosidad es esta! ¿En qué siglo crees que vives, muchacho? —gritó la mujer, su voz era un látigo de seda y acero.

Vi los ojos del Alfa Marcus abrirse con incredulidad. El terror se instaló en su rostro, un miedo crudo que yo no le había visto nunca. Sabía lo que significaba el sello: los azotes en público y las ejecuciones habían sido abolidos hacía décadas. Marcus había roto una regla impuesta por el Consejo licántropo, una falta que podía costarle la posición, incluso la vida.

—Mi Señora, yo...

—Vamos, continúa. —Ella le interrumpió, dando unos pasos decididos y plantándose al borde del estrado, mirándome solo a mí, ignorando a Marcus—. No me digas que te quedaste sin poder hablar, si apenas hace un rato te escuché. Tu voz parecía muy potente al sentenciar a esta pobre criatura.

Marcus recuperó una pizca de su habitual prepotencia, aunque su voz sonó tensa.

—Ella ofendió a mi manada, desafió mi autoridad y me faltó al respeto de mil formas.

—Me importa un carajo lo que haya hecho. Aquí el punto no es el delito que ella cometió, sino la falta que tú cometiste a las reglas impuestas por tu Rey Alfa y el Consejo Licántropo.

—Pido perdón. Fueron muy graves las afrentas de esta Loba y no pensé lo que hacía.

—Eso me queda claro. Y no pienses que voy a dejarlo pasar por alto. ¡Guardias! Tomen a esta niña y llévenla a mi coche —ordenó.

La multitud estaba en shock. No podían creer lo que presenciaban: Marcus, el temido, el inamovible, estaba siendo ridiculizado.

—Señora, usted no puede hacer esto. Esa Loba pertenece a mi manada, está bajo mi autoridad. Solo yo puedo decidir sobre ella.

El  guardia real que la acompañaba desenfundó su espada con un brillo amenazante que Marcus no pudo ignorar.

—Cuide sus palabras, Alfa. No es a cualquier igual a quien se está dirigiendo. Tiene frente a usted a la Matriarca del Reino, a la abuela del mismísimo Rey Alfa. Así que exijo que se arrodille y pida perdón por su atrevimiento, o me veré forzado a ejercer la  autoridad que me ha sido conferida por el rey y por el   Consejo. 

El rostro de Marcus se tiñó de un púrpura furioso. La humillación pública era completa. No podía luchar contra la autoridad de la realeza. Con un esfuerzo visible, como si tragara carbones encendidos, se arrodilló.

—Yo lo lamento, mi Señora. No era mi intención ofenderla, pero no es necesario que usted se ocupe de gentuza, criaturas insignificantes que ni siquiera merecen la pena su molestia.

—Eso lo decido yo. Y tú, como Alfa perteneciente al reino de mi nieto, harás exactamente lo que yo te diga. Y en este momento mi deseo y mi voluntad es llevarme a esa niña.

Un par de guardias subieron al estrado. Sus guantes de cuero tocaron las cadenas de plata, pero ellos no sintieron la quemadura. Me levantaron con una gentileza inesperada, separándome de la plataforma de castigo.

—Perdóneme, pero no entiendo por qué quiere llevársela. Soy yo quien debería aplicar el castigo dentro de mi territorio. Eso dicen las reglas del Consejo.

—ah, si?, las  reglas del Consejo también dicen que no se puede ejercer escarnio público ni ejecuciones, y tú te pasaste esa regla por el arco del triunfo, mocoso? —La voz de la Matriarca, Altea, era un trueno final—. Así que yo me voy a llevar a esta niña porque se me da la gana y no tengo por qué darte explicaciones. Que quede claro, ante todos, que en este reino no vamos a permitir actos salvajes y brutales como este. Esta vez seré indulgente, pero no voy a pasar por alto si algo así vuelve a suceder. ¿No les da vergüenza permitir que una de los suyos sea tratada de esta manera? Esta mujer era la Sanadora, según me han informado, y así le pagan lo que hizo por ustedes.

Altea me miró brevemente, sus ojos penetrantes.

—Esta mujer te ofendió, ¿por qué? ¿Por no querer desposarse contigo? Ya asesinaste a su novio.  Suficiente castigo, ¿no te parece?

La manada Luna Roja se quedó en estupefacción total. Los vi, con sus cabezas inclinadas, mientras los guardias me llevaban.  Mi mirada buscó a mis padres una última vez; seguían allí, con el mismo desprecio. Lo perdí todo, pensé, mientras me cargaban para salir de la plaza. El rostro de Amira era una máscara de furia congelada, petrificada por la autoridad que irradiaba Altea.

Me metieron en un coche negro, de un lujo discreto. El verdugo se quedó atrás. El dolor era mi única realidad. El sanador de la guardia real se apresuró a atenderme. Luego, el coche arrancó. Luna Roja quedó atrás, junto con mi vida, mi amor y mi dolor. 

El coche blindado devoraba kilómetros, dejando atrás el territorio de Luna Roja. En el interior de otro vehículo que seguía de cerca al primero, Lady Altea, la Matriarca, contemplaba la noche a través de la ventana.

—¿Cómo se encuentra la muchacha? —preguntó Altea a Malcom, su hombre de confianza, que viajaba a su lado.

—La llevan en uno de los coches, mi Señora. Uno de los sanadores reales se está ocupando, pero temo que las cadenas de plata y los azotes... no sabemos si sobreviva.

Altea cerró los ojos un instante.

—Quiero que hagan hasta lo imposible porque sobreviva. No quiero que esa muchacha muera.

Malcom se atrevió a preguntar, con la discreción de años de servicio.

—¿Puedo preguntarle por qué la salvó? ¿Por qué la rescató de manos de esa gente?

—Porque mientras la estaban golpeando y torturando, vi una determinación inquebrantable, una fuerza interior que no la tiene cualquiera. Vi en sus ojos una nobleza de espíritu. No lo sé, Malcom, pero algo me dice que esa chica tiene algo especial. Ya veremos de qué se trata —reveló, con un tono que no dejaba lugar a dudas.

—¿Quiere que avisemos al castillo para que los médicos reales lo tengan todo listo?

—Será mejor que no. Por ahora, mantendremos esto en secreto. ¿Te encargaste de que nadie de Luna Roja abra la boca?

—Sí, despreocúpese, mi Señora. Ni ese Alfa ni nadie de los que viven en esa manada se atreverán a hablar o a hacer algo que pueda molestarla. Tienen demasiado miedo a las consecuencias. Mientras tanto, en el castillo, el   silencio en los aposentos reales era pesado, roto solo por el murmullo respetuoso de los guardias. El Rey Alfa Sech yacía sobre la cama de caoba, su cuerpo sumergido en un letargo absoluto. Parecía una estatua tallada en piedra, ajeno al mundo, sus sentidos ausentes, víctima de un veneno con una maldición ancestral que nadie había podido romper.

Lysander, el hermano menor de Sech, entró en la habitación con pasos decididos, abriéndose paso entre los centinelas. Su rostro, joven y hermoso, se encontraba fruncido por una irritación fingida.

—Apártense, voy a pasar a ver a mi hermano.

—Pero mi Señor, Lady Altea ordenó que no se molestara al Rey.

—¿Insinúas que yo soy una molestia para mi hermano? —Lysander elevó el tono, cargándolo de amenaza.

—No, mi Señor. Jamás diría algo así.

—Entonces apártate. Deja de meterte en mi camino. Muy pronto yo seré tu próximo Rey Alfa, y será a mí a quien debas lealtad.

—Pero la Señora dijo que...

—¡Me importa un carajo lo que haya dicho la abuela! Quiero ver a mi hermano y eso es lo que haré.

Pasó corriendo, sin siquiera detenerse a mirar a los guardias. Cuando estuvo frente al cuerpo inerte de Sech, una risa malvada y fría brotó de sus labios.

—Miren nada más a quien tenemos aquí, al Rey Alfa caído. Luces patético, hermanito. No eres ni la sombra de lo que fuiste. Y todo porque, ¿por qué? Porque fuiste débil con tu familia. Te confiaste, y aquí tienes las consecuencias.

Se acercó a la cama, sacando de entre sus ropas una pequeña jeringa de cristal con un líquido oscuro.

—Es hora de inyectarte una vez más tu medicina. Tranquilo, no dolerá mucho... por ahora —soltó sarcásticamente.

Dejó caer de un solo pinchazo el contenido de la inyección. El rostro de Sech permaneció inmutable, sin un parpadeo, sin un gemido. Lysander escondió la jeringa y se marchó tan rápido como había llegado, sin dignarse a volver a mirar el cuerpo que una vez había sido el más poderoso del reino.

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