El túnel era más largo de lo que recordaba de los planos, una garganta de hormigón sinuoso que se hundía en las entrañas de la montaña. Las luces de emergencia, escasas y parpadeantes, proyectaban sombras danzantes que se confundían con los fantasmas de su propio pánico. Clara corría, impulsada por un instinto animal que anulaba todo pensamiento. El eco de los disparos de Félix resonaba a sus espaldas, un estruendo sordo y espaciado que se iba apagando con cada paso que la alejaba de él. Cada detonación era un latido menos, un suspiro que se extinguía en la oscuridad.
El aire era frío y olía a tierra húmeda y aceite. Sus pulmones ardían, pero no se detenía. La orden de Félix —"No mires atrás"— era un mantra que repetía mentalmente, un hechizo para no sucumbir al terror que la invitaba a volver la cabeza, a comprobar si él seguía allí. Sabía que si lo hacía, se paralizaría. Y la paralización era la muerte.
De pronto, los disparos cesaron.
El silencio que los sustituyó fue infinitamente