La noche había pasado sin que el sueño me visitara. Yacía de espaldas, mirando cómo los primeros rayos del amanecer teñían el techo de tonos grisáceos. La mano de Félix aún sostenía la mía, un puño cerrado incluso en el descanso, como si temiera que me fuera a escapar. Con cuidado extremo, me liberé de su agarre. Su respiración no se alteró. El Don, por una vez, no estaba alerta.
Me levanté en silencio y me vestí con ropa sencilla: jeans, una camiseta, zapatillas. No era el atuendo de la sumisa, ni el de la doctora, ni el de la confidente de Isabella. Era la ropa de Clara. La Clara de antes. La que se estaba reencontrando a sí misma en la quietud de aquella mañana decisiva.
Bajé a la cocina. El aroma a café recién hecho llenaba el aire. Rojas estaba allí, de pie frente a la cafetera, como si me hubiera estado esperando. Me tendió una taza sin mediar palabra. Su mirada era profunda, comprensiva. Él lo sabía. Sabía lo que iba a pasar. Quizá lo había sabido antes que yo.
—¿Estás segura?