El motor del coche de alquiler—un sedán gris anónimo—roncó antes de callarse frente al edificio de apartamentos que una vez llamé hogar. Apagué el contacto y el silencio que siguió fue tan abrupto como definitivo. Dentro, el aire olía a limpiador barato y a un tenue aroma a tabaco antiguo, un contraste brutal con el perfume a cuero italiano encerado y madera de nogal pulida que impregnaba el Mercedes de Félix. Cada metro recorrido desde la mansión junto al acantilado había sido como sumergirme en un mundo desaturado, donde los colores perdían su vibración y los sonidos se volvían planos, ordinarios. La tan anhelada "libertad", en su práctico envoltorio, sabía a plástico caliente del volante y a gasolina mediocre.
La llave giró con resistencia en la cerradura, como si el mecanismo se hubiera oxidado por el desuso. El apartamento estaba inmóvil, sumido en una quietud espesa. Una capa fina de polvo cubría todas las superficies, danzando en los rayos de sol que se filtraban por las persia