La mansión era una tumba de lujo. Desde la ejecución de Alessandro, el silencio entre Félix y yo se había vuelto físico, una pared de cristal grueso que podíamos ver a través de pero que nadie se atrevía a cruzar. Dormíamos en la misma cama, espalda contra espalda, dos islas de calor en un mar de frialdad. La lección había sido aprendida, pero a un costo que tal vez ni él había calculado: había matado a la sumisa al intentar domar a la rebelde. Ya no sentía miedo al castigo; sentía el vacío helado de quien ha visto la verdad última detrás de las reglas del juego.
Yo pasaba las horas en el cuarto de investigación, pero ya no buscaba patrones en los movimientos de Rossi. Ahora mi obsesión era diferente. Había creado un mapa mental de mi propia jaula: rutinas de los guardias, horarios de Rojas, puntos ciegos de las cámaras. No para escapar—aún no—, sino para recuperar la sensación de agencia, por mínima que fuera. Era mi forma de respirar, de recordar que, aunque hubiera aceptado su yugo