La luz azul de las pantallas era el único consuelo en la oscuridad de la habitación. Había pasado horas inmersa en el flujo de datos, cruzando información sobre los movimientos de Vittorio Rossi, trazando patrones de comunicación que pudieran delatar su próximo golpe contra Félix. Este lenguaje de paranoia convertida en algoritmo se me estaba volviendo extrañamente familiar, una herramienta que nunca hubiera imaginado desarrollar. Cada línea de código, cada patrón descifrado, era un clavo más en el ataúd de la doctora que una vez fui, pero también una herramienta de supervivencia en el mundo en el que ahora me movía.
Félix entró sin hacer ruido, como un fantasma en su propio reino. Su presencia llenó el espacio antes de que yo lo viera reflejado en el monitor. Sus manos se posaron en mis hombros, firmes, posesivas. Un recordatorio tácito de a quién pertenecían mi trabajo, mi tiempo, mi atención.
“¿Algo?” preguntó, su voz un rumor grave que resonaba en la quietud de la noche.
“Nada con