La mansión junto al acantilado y las dunas nos recibió con el silbido del viento salino y el mismo silencio sepulcral que recordaba. No era un regreso, era una retirada estratégica. Rossi estaba haciendo movimientos demasiado audaces en la ciudad, y Félix, como un gran jugador de ajedrez, prefería reposicionar a su pieza más valiosa en un lugar que solo él controlaba por completo.
Al cruzar el umbral, mi mirada fue directamente hacia el ala oeste. Hacia la puerta de roble. Ya no era un misterio aterrador. Era un recordatorio. La primera vez abrí esa puerta, fue una prueba brutal. «Decide», me dijo entonces, mostrándome el mural de fotos que documentaban mi vida y su obsesión. «Quédate y aceptas todo lo que soy, o vete y regresa a tu vida mediocre.»
Me quedé. Elegí el abismo.
Ahora, caminaba hacia esa puerta por mi propia voluntad.
Félix estaba en el estudio contiguo, hablando por teléfono en voz baja con Rojas. Su voz era un murmullo firme. Hablaba de contramedidas, de flancos débiles