La grieta que había abierto al guardar el expediente de Valeria Santos no era una simple fractura en mi lealtad hacia Félix; era un abismo que se ensanchaba con cada hora que pasaba, amenazando con tragarse los últimos vestigios de la mujer que una vez fui. Cada vez que sus ojos se posaban en mí—esos ojos que todo lo veían—sentía que escaneaban la grieta, midiendo su profundidad, calculando el momento exacto en que sería necesario intervenir antes de que la estructura completa colapsara.
La mansión, que durante semanas había sido mi refugio fortificado, mi jaula de oro, ahora se sentía como una celda de máxima seguridad donde yo era tanto la prisionera como la carcelera en potencia. Cada pasillo, cada habitación, cada objeto de diseño impecable gritaba el nombre de Félix, recordándome el precio de mi elección. Había intercambiado mi libertad por una ilusión de seguridad, y ahora esa ilusión se desvanecía, dejando al descubierto el frío acero de la realidad.
Félix había salido antes de