La casa segura era un silencio absoluto. El viaje de regreso había sido una niebla, el conductor un autómata. El intercambio con Félix resonaba en mis oídos, cada palabra un latigazo. "¿Está satisfecha?" No. No lo estaba. La imagen de la cara congestionada de Lorenzo, de los ojos brillantes y feroces de Isabella, se repetía en mi mente en un bucle nauseabundo. No era una guerrera. Era una manipuladora. Y la persona que más estaba manipulando era a mí misma, convenciéndome de que todo esto era necesario.
Dejé el vestido de terciopelo tirado en el suelo del dormitorio, como la piel de una serpiente que quería olvidar. Me puse unos leggings y una sudadera, prendas que me recordaban a la Clara de antes, la que creía en la ética médica y en no hacer daño. Pero esa Clara parecía una niña ingenua ahora, un fantasma lejano.
El teléfono seguro, el único vínculo con Félix, yacía inerte sobre la mesita de noche. Lo tomé, deseando que vibrara, que él llamara para gritarme, para castigarme, para a