La copa de champán en mi mano era un cilindro de hielo que me quemaba la piel. Sonreí a Isabella, brindé con ella, pero mi sonrisa era una máscara rígida y mis ojos no podían evitar vagar entre dos polos opuestos de peligro: Vittorio Rossi, que se movía por la sala como un tiburón en aguas familiar, y Félix, inmóvil en las sombras, un espectro de ira silenciosa.
Isabella, ebria de champán y de la emoción de haberme "presentado a la alta sociedad", no notaba la tensión que me tenía paralizada.
—¿Viste? No muerde —dijo, refiriéndose a su padre—. Solo hay que saber cómo manejarlo.
Sí, como se maneja una cobra, pensé, forzando otra sonrisa.
—Es... intimidante —admití, buscando una verdad a medias.
—¡Pero tú no te intimidas! —exclamó ella, entusiasmada—. Te paraste frente a él y le contestaste. A casi nadie le hace eso. ¡Me encantó!
Antes de que pudiera responder, una voz suave y untuosa sonó a mi espalda.
—Isabella. Preséntame a tu amiga. No todos los días se ve una cara nueva tan... inte