El coche no se dirigió a la casa segura. Atravesó distritos que no reconocía, adentrándose en una zona de la ciudad donde la arquitectura moderna daba paso a casas señoriales ocultas tras altos muros y frondosa vegetación. La orden de Félix —«Es hora de volver a casa»— resonaba en mi mente, pero esta no era la casa que conocía. Esta era otra fortaleza, otro nivel de su imperio invisible.
Gael condujo en silencio. Ni una palabra sobre lo ocurrido con Isabella, ni una evaluación de mi desempeño. Su lealtad era a Félix, y su silencio era un recordatorio de que mi reincorporación no era una celebración, sino una reubicación estratégica.
La verja de hierro forjado se abrió silenciosamente y el coche avanzó por un camino empedrado flanqueado por cipreses. La casa era una estructura baja y larga, de líneas limpias y muros de piedra clara, más parecida a una moderna hacienda que a un palacio ostentoso. Discreta. Impenetrable.
La puerta principal se abrió antes de que tocáramos el timbre. Féli