La puerta no estaba trancada, pero podría haberlo estado. Su peso simbólico era más que suficiente para encerrarme. El silencio en la habitación era absoluto, roto solo por el latido acelerado de mi propio corazón. Me dejé caer en el borde de la cama, las manos temblorosas, la respiración entrecortada.
¿En qué había pensado? ¿Creí realmente que podría jugar a ser la detective y la amante del capo sin enfrentar las consecuencias? Félix no era uno de los cirujanos condescendientes del hospital con los que podía debatir de igual a igual. Era un hombre que gobernaba con el hierro de su voluntad, y yo había desafiado esa voluntad abiertamente.
La frustración inicial se convirtió en una rabia sorda y caliente. Me levanté y recorrí la habitación con pasos agitados. ¿"Reclusión"? ¿"Castigo"? ¡Yo no era una niña! ¡Había ayudado! ¡Había encontrado a Mora cuando sus hombres no habían podido!
Pero en el fondo, en un lugar frío y quieto bajo la rabia, sabía que él tenía razón. Mi necesidad de ver