El peso de la lista de nombres "prescindibles" era una losa invisible sobre mi pecho, incluso horas después. Félix había cumplido su palabra: no mencionó el tema de nuevo. Se movía por el apartamento con la calma habitual, hablando por teléfono con sus contactos, planeando movimientos estratégicos como un maestro de ajedrez. Pero yo sentía la sombra de lo que había desencadenado. Cada vez que su teléfono sonaba, me estremecía, preguntándome si era la noticia de que alguien había "desaparecido".
La sumisión, estaba descubriendo, tenía capas. La que experimentaba en la intimidad era eléctrica, liberadora. Pero la que se extendía al mundo exterior era una niebla gris de complicidad que se me pegaba a la piel.
—Estás inquieta —observó Félix desde el sofá, dejando a un lado su tablet. Sus ojos, siempre perceptivos, me escudriñaban.
—Es... la lista —admití, incapaz de ocultarlo. Había prometido honestidad, y eso incluía mis turbaciones.
—¿Te arrepientes de tu decisión? —preguntó, su voz neu