La sonrisa de la Sombra, congelada en el monitor, era una cicatriz blanca en la pixelada oscuridad. No era un gesto de triunfo, sino de posesión. Como si nosotros, Félix y yo, atrapados en esa sala de control, fuéramos parte de su colección. Y Amanda… Amanda era solo el último y más doloroso espécimen.
El aire se me escapó de los pulmones. ¿Cómo había llegado hasta aquí? La había dejado a salvo, en la mansión. ¿La habían encontrado? ¿O había salido por su cuenta, buscándome, cayendo justo en las garras del enemigo?
Félix no se inmutó. Su respiración era un ritmo constante y calmado, un contrapunto a mi corazón desbocado. Sus dedos volaron sobre el teclado, cambiando ángulos de cámara, siguiendo a la Sombra y a Amanda mientras eran recibidos por guardias en la entrada principal.
—No podemos quedarnos aquí —dije, mi voz un hilo de sonido—. Tenemos que bajar a por los demás. A por Rojas.
—Rojas puede esperar —respondió Félix, sin apartar los ojos de las pantallas—. Él es un soldado. Enti