El almacén principal era un infierno de luces crudas y ecos distorsionados. Donde antes había habido silencio y óxido, ahora resonaban las voces de una veintena de hombres—y unas pocas mujeres—vestidos con trajes caros y sonrisas predadoras. Olía a puro caro, perfume amaderado y una excitación sórdida y contenida. Los postores.
John estaba en una plataforma elevada, junto a una pantalla gigante que mostraba un logotipo estilizado de su organización. Parecía un presentador de televisión enloquecido.
Félix y yo fuimos empujados al centro del espacio abierto, bajo los focos. Las esposas nos mordían las muñecas. A mi izquierda, Amanda sollozaba, sostenida por un guardia. A mi derecha, Félix se erguía como un acantilado, su mirada barriendo la multitud con un desprecio tan absoluto que hizo que varias sonrisas se desvanecieran.
—¡Señoras y señores! —anunció John, abriendo los brazos—. ¡Bienvenidos a un evento histórico! Lo que van a adquirir hoy no es simple territorio o mercancía. ¡Es un