Las dos palabras en la pantalla del teléfono de Félix eran un puñal de hielo clavado directamente en mi corazón. «Demasiado tarde.» El mundo fuera de la ventana del coche se desdibujó, convertido en una mancha de luces y sombras sin sentido.
—¡Más rápido! —rugió Félix, su voz áspera, rompiendo el hechizo de horror que me paralizaba.
Rojas apretó el acelerador a fondo, el motor del coche eléctrico zumbando con una intensidad apenas audible pero letal. Las calles se convirtieron en un túnel hacia una pesadilla de la que temía despertar.
—¿Qué significa? —logré balbucear, aferrándome al asiento—. ¿Demasiado tarde para qué?
Félix no respondió de inmediato. Su perfil estaba tallado en granito, la mandíbula apretada con una tensión que prometía violencia.
—Puede ser una trampa —masculló, más para sí mismo que para mí—. Una forma de llevarnos a una emboscada.
—¿O puede que sea la verdad? —contrapuse, la voz quebrada por el pánico.
Él giró la cabeza hacia mí, y en sus ojos ya no había duda, s