El contenedor olía a paja podrida, a metal oxidado y a miedo animal. Las jaulas vacías, apiladas contra las paredes, eran como esqueletos en la penumbra tenue. Los collares rotos esparcidos por el suelo de metal añadían una nota siniestra y personal al descubrimiento. El símbolo de John, pintado con spray arrogante en la pared, era una firma burlona.
—¿Qué es esto? —susurré, la voz quebrada por la conmoción. La adrenalina del beso aún me ardía en los labios, mezclándose ahora con un nuevo y frío escalofrío de confusión—. Esto no son armas. No son drogas.
Félix se adentró en el contenedor, su silueta oscura moviéndose con una cautela felina entre las jaulas. Agachó y recogió uno de los collares. Era grueso, de cuero negro, con una pesada argolla de metal.
—No —dijo, su voz un rumor grave que resonaba en el espacio cerrado—. Es algo peor.
—¿Peor? ¿Peor cómo? —pregunté, avanzando. El metal frío del suelo traspasaba las suelas de mis zapatos.
—Mercancía viva —respondió, dejando caer el co