La daga pesaba en mi mano, un contrapunto frío y mortífero al calor que aún me recorría la piel tras el encuentro con Félix. La nota era una declaración de principios, una invitación a un baile mucho más peligroso que el de la gala. No era la sumisa que aceptaba un collar. Era la aliada a la que se le entregaba un arma.
Escondí la daga dentro de un calcetín grueso, en el fondo de un cajón. No por miedo a que me la quitaran, sino porque su presencia era un secreto íntimo, un recordatorio tangible de la encrucijada en la que me encontraba. Luego, me senté frente a la tableta, la imagen del ojo morado de Amanda grabada en mi mente como un faro de urgencia.
Los documentos de importación ya no eran solo papeles; eran un campo de batalla. Cada código, cada fecha, cada nombre de capitán era una posible trampa o ventaja. Me sumergí en ellos con una ferocidad que me sorprendió. Mi entrenamiento médico, acostumbrado a descifrar síntomas y diagnósticos complejos, encontró un nuevo propósito en d