El amanecer grisáceo no trajo consigo la claridad, sino una niebla espesa de introspección. Las palabras de Félix resonaban en el silencio de mi suite como un mantra peligroso. "La venganza." No era una promesa, era un hecho. Un camino ya trazado del que yo, ahora, era una parte fundamental.
Me vestí con ropa práctica que Elisa había dejado discretamente en el armario: pantalones de lino suaves y un jersey holgado. Eran prendas caras, cómodas, que se ajustaban a mi cuerpo como un disfraz nuevo. Ya no llevaba el vestido rojo, pero la sensación de la tela contra mi piel durante el baile persistía, un fantasma de la mujer poderosa que había fingido ser.
Bajé a desayunar con una determinación fría. El comedor estaba vacío, pero la mesa estaba puesta para uno. Un plato de fruta fresca, un café que humeaba con un aroma intenso y un sobre blanco, lacónico, apoyado contra la jarra de agua.
Antes de que pudiera sentarme, Félix entró. Iba impecablemente vestido con un traje negro, pero sin corb