El silencio dentro del coche era tan denso como la noche que nos envolvía. Podía sentir el peso de la mirada de Félix sobre mí, incluso mientras él parecía absorto en el paisaje urbano que desfilaba tras el cristal. El collar aún me mordía la palma de la mano, un recordatorio frío y punzante de la farsa que acababa de interpretar.
No me atrevía a soltarlo. El dolor era ancla. Era real.
Cuando el vehículo se detuvo frente a la mansión, Félix salió primero y me tendió la mano para ayudarme a bajar. No la tomé. Abrí la puerta por mí misma y descendí, evitando su contacto. El vestido rojo, que horas antes me había hecho sentir poderosa, ahora solo era una tela pesada y manchada de mentiras.
Caminé hacia la entrada con la cabeza alta, la espalda recta. No me iba a derrumbar. No delante de él.
Elisa nos esperaba en el vestíbulo, con una bata de seda limpia y una taza de té humeante en las manos. Su mirada se posó en mi puño cerrado y en mi expresión vacía, pero no dijo nada. Solo asintió co