La hora que pasó antes de que trajeran al paciente del astillero fue un purgatorio de culpa autoinfligida. Cada palabra de la carta a Amanda resonaba en mi cabeza, un eco venenoso de mi traición. ¿La creería? ¿O detectaría la sombra de la coerción entre las líneas, el tono forzado de mi prosa? La idea de que pudiera seguir buscando, desafiando involuntariamente a la bestia que yo acababa de intentar apaciguar, me helaba la sangre.
Me encerré en la suite médica, preparando el equipo con una meticulosidad obsesiva. Necesitaba hacer esto bien. No por Félix, sino por el hombre cuyo dolor era real, tangible, y que de repente se había convertido en mi ancla de cordura en este mar de contradicciones.
A la hora en punto, Rojas apareció en la puerta. No estaba solo. Con él venía un hombre de unos cincuenta años, complexión fuerte pero encorvado por el dolor, con las manos callosas y un nerviosismo palpable en sus ojos. Iba bien vestido con ropa de domingo, claramente incómodo fuera de su entor