El escalpelo pesaba una tonelada en mi mano. El filo de acero, que debería haber sido una extensión familiar de mi voluntad, ahora parecía una herramienta de condena. El frío del metal se transmitía a través del guante, un recordatorio glacial de la línea que estaba a punto de cruzar.
El guardia-enfermero observaba, impasible, sus ojos evaluando cada uno de mis temblores. El sonido rítmico del respirador marcaba el tiempo que se agotaba. El joven sicario yacía vulnerable, su vida literalmente en mis manos. No era un señor Gutiérrez. Era un criminal. Su pulso en el monitor, sin embargo, latía con la misma urgencia vital.
"Primero, no harás daño."
"El bienestar de mi paciente será mi primera consideración."
Fragmentos del Juramento Hipocrático, grabado a fuego en mi alma durante la facultad, resonaban como un gong en mi mente. ¿Dónde quedaba el "no hacer daño" si me negaba a operar? ¿Dónde estaba el "bienestar del paciente" si lo dejaba morir por un principio abstracto de pureza moral q