El sonido de las olas me acompañó toda la noche, una banda sonora onírica y perturbadora. Soñé que caminaba por la playa, pero la arena era tan blanda que me hundía hasta las rodillas con cada paso, mientras una figura oscura me observaba desde lo alto de la duna, inmóvil, expectante. No me llamaba, no me amenazaba. Solo observaba. Y yo, en el sueño, seguía caminando hacia un mar que nunca se acercaba.
Desperté con el auricular todavía en la oreja, el sonido del mar ahora mezclado con el suave zumbido de la casa al despertar. El dolor muscular de la sesión con Valeria se había instalado profundamente, un recordatorio físico de mi nueva realidad. Cada movimiento era una pequeña puñalada de protesta muscular. El ungüento de Félix estaba en la mesilla. Lo tomé con resentimiento, pero me lo apliqué. Era estúpido sufrir innecesariamente.
El desayuno llegó con Elisa, cuyo rostro impasible era un espejo del de Valeria. ¿Era eso en lo que me convertiría? ¿En otra pieza más de la maquinaria, e