La fatiga muscular de la caminata a las dunas era un dolor tangible, familiar, casi bienvenido. Era un tipo de cansancio que entendía, el de un cuerpo que empujó sus límites, no el agotamiento nebuloso de la vigilancia constante y la parálisis mental. Me aferré a esa sensación física mientras me duchaba, dejando que el agua caliente aliviara los músculos protestones de mis piernas. Pero ni el agua ni la fatiga podían lavar la otra sensación, la más persistente: el fantasma del agarre de Félix en mi brazo. Firme. Decisivo. Caliente.
Elisa me trajo el desayuno a la suite, junto con un pequeño frasco de ungüento muscular.
—De parte del señor Santoro —dijo, colocándolo con precisión junto a la bandeja—. Recomienda aplicarlo después de la ducha.
Acepté el frasco con una mezcla de irritación y una punzada de… ¿agradecimiento? Era desconcertante. Este cuidado, esta atención meticulosa a mis necesidades físicas, era otra forma de control. Me estaba diciendo: «Veo tu cuerpo, conozco sus límite