La noche siguiente a la cena fue inquieta. Cada vez que el sueño me arrastraba, soñaba con manos—unas que vendaban heridas, otras que se cerraban con fuerza alrededor de mis muñecas, todas con la misma textura de piel marcada por cicatrices. Despertaba con el corazón acelerado, la sábana enredada entre mis piernas, la habitación silenciosa y oscura sintiéndose como una extensión de mi propia confusión.
Al amanecer, encontré un nuevo elemento fuera de mi puerta. No era Elisa con el desayuno. Era un par de zapatillas de senderismo, nuevas, de mi talla, junto a un pequeño sobre de papel pergamino. Dentro, una nota con una caligrafía enérgica y segura:
«El aire de la mañana despeja la mente. Las dunas del sector norte aguardan. Acompañamiento obligatorio. 6:30. — F.S.»
No era una invitación. Era una citación. «Acompañamiento obligatorio». ¿Rojas? ¿Otro guardia? Miré el reloj de la tablet. Eran las 6:15. Quince minutos. La puntualidad denotaba respeto. Su primera lección.
Me vestí con rapi