El sueño fue una red agujereada por la que caí una y otra vez, atrapada entre imágenes de la galería de horrores y la mirada de Félix cuando le di la espalda a la libertad. Soñé que las fotos cobraban vida, que los hombres de los muelles salían de las paredes y me señalaban, acusadoras, mientras Félix observaba desde la sombra, con una sonrisa de aprobación en los labios.
Desperté con el corazón acelerado y la boca seca. La habitación estaba bañada por una luz grisácea y artificial. Por un instante de pánico desorientado, busqué el reloj de mi mesilla de noche, el despertador con la radio estropeada del HUSA. Pero aquí no había reloj. Solo la tablet cargada sobre la mesa, su pantalla en negro, otro instrumento más de este nuevo mundo.
Un suave golpe en la puerta hizo que me incorporara de golpe.
—Doctora Montalbán —la voz de Elisa, serena e imperturbable traspasó la madera—. Son las siete. El señor Santoro la espera a las ocho en punto en el estudio.
Me levanté, el cuerpo dolorido por