El motor de la SUV blindada ronroneaba con una potencia contenida, un sonido que se había vuelto la banda sonora de sus vidas. A través de los cristales polarizados, el mundo era una acuarela desdibujada de grises y verdes. Clara observaba el paisaje, pero su mente no estaba en la carretera. Estaba anclada en el recuerdo vívido de la Sala de Juegos al amanecer, en el peso de la frente de Félix sobre su hombro, en el silencio que había dicho más que mil juramentos. Cada curva del camino parecía alejarlos de ese santuario íntimo y acercarlos a la realidad compleja que habían construido: una fortaleza donde la vida y la muerte se balanceaban en el filo de una navaja.
Félix conducía. No era lo usual, pero hoy había despedido al conductor con un gesto seco. Sus manos, aquellas que horas antes habían explorado su cuerpo con una mezcla de crueldad exquisita y ternura devastadora, se posaban ahora ligeras sobre el volante de cuero. No revisaba pantallas, no atendía llamadas. Su atención estab