El amanecer encontró sus cuerpos entrelazados como raíces antiguas. Donde terminaba Clara y comenzaba Félix era una frontera difusa, marcada solo por el leve temblor residual que recorría sus miembros y el sudor secándose en pieles que habían sido cartografía y territorio.
Félix no dormía. Sus dedos trazaban patrones abstractos en el hombro de Clara, un territorio que conocía tan íntimamente como los planos de sus propias fortalezas. Su mente, siempre calculadora, ya había procesado la noche. La catarsis, la humillación exquisita, la posesión final. Todo había sido necesario. No como castigo, sino como reafirmación. Como el reajuste de una brújula desviada por la tormenta de los últimos meses.
Clara respiraba con la profundidad de quien ha sido vaciado y vuelto a llenar con una sustancia diferente. No era paz lo que sentía, sino una aceptación profunda, casi geológica. Como si cada espasmo de placer forzado hubiera pulido una capa de resistencia hasta dejar al descubierto un núcleo de