La madrugada los encontró entrelazados, sudorosos y exhaustos, pero lejos de saciados. El primer acto había sido una reclamación posesiva, una demostración de poder físico tan visceral como un terremoto. Pero Félix sabía que el verdadero arte de la dominación no residía en la fuerza bruta, sino en la variedad, en la exploración meticulosa de cada faceta de la sumisión. Era un arquitecto del placer, y el cuerpo de Clara era su lienzo, su templo y su instrumento. La posesión inicial era solo el primer trazo, tosco y necesario, en un cuadro que pretendía ser una obra maestra de sensaciones.
Mientras Clara jadeaba, tratando de recuperar el aliento, su pecho subiendo y bajando en una ráfaga desordenada, él se deslizó de la cama con la fluidez de un felino. La observó desde la penumbra, tendida sobre las sábanas revueltas como una ofrenda. Su piel, pálida a la luz de la luna, estaba marcada por el rojo sutil de sus manos, un mapa de su posesión. Su sexo, entre sus muslos temblorosos, aún pa