La paz forjada en la madrugada duró unas semanas frágiles y preciosas. Clara, armada con la nueva perspectiva que Félix le había dado, abordaba sus responsabilidades con una serenidad renovada. Incluso los dolores y molestias del embarazo avanzado parecían más llevaderos. La guardería estaba casi terminada, un santuario de suaves tonos verdes y amarillos, lleno de mobiliario seguro y equipamiento médico discreto pero de última generación. Anya la ayudaba a organizar cada detalle, y la presencia de la joven, ahora su leal asistente, era un bálsamo constante.
Félix, por su parte, cumplía su palabra. Gobernaba el exterior con su puño de hierro habitual, pero las decisiones que afectaban la vida dentro de la mansión—desde el menú hasta los horarios de los guardias—pasaban por Clara. Él informaba, ella aprobaba o modificaba. Era un equilibrio delicado, pero funcionaba.
Hasta que Gael, una tarde de lluvia persistente, irrumpió en el estudio de Félix con una expresión que ambos reconocieron