El pitido agudo del Protocolo Fénix se apagó, pero su eco permaneció grabado en los oídos de Clara, un zumbido persistente de peligro inminente. La suite, antes su jaula dorada, se transformó en cuestión de segundos. Paneles ocultos en las paredes se deslizaron silenciosamente, revelando pantallas táctiles que mostraban planos de la mansión en tiempo real, puntos rojos marcando las posiciones de los guardias y áreas en amarillo donde los sensores habían detectado anomalías. El aire se llenó del suave murmullo de sistemas de ventilación y filtrado activándose. La mansión no era solo una fortaleza; era un organismo vivo que respondía a una herida mortal.
Clara se incorporó de la cama, el terror inicial por Marcos—El Halcón había caído—dando paso a una calma fría, profesional. Su mente, entrenada para funcionar bajo el estrés máximo del quirófano, se reconfiguró. El miedo por sus hijos era una bola de plomo en el vientre, pero lo usó como ancla, no como lastre. No podía permitirse el pán