La sopa de azafrán era impecable, un caldo dorado y aromático que habría deleitado mis sentidos en cualquier otra circunstancia. Ahora, cada cucharada sabía a ceniza y a rendición. Tragaba con dificultad, consciente de cada movimiento de mi mandíbula, de cada sorbo, bajo la mirada implacable de Félix Santoro. Él comía con una elegancia pausada que parecía estudiada, cada gesto económico y preciso, como si incluso el acto de alimentarse fuera un cálculo. Sus ojos, esos ojos que me habían taladrado en la UCI y luego desde la pantalla de mi teléfono, no se apartaban de mí. No me miraba con lujuria, ni con ira. Me observaba con la intensidad fría de un coleccionista que acaba de adquirir una pieza rara y está decidiendo cómo exhibirla.
El silencio entre nosotros era tan opresivo como el lujo que nos rodeaba. Solo el suave tintineo de la cuchara contra la porcelana fina rompía el hechizo de esa terrible intimidad forzada.
—No tienes por qué temerme, Clara —dijo finalmente, su voz un susurr