La suite no era una habitación; era un territorio. Un territorio conquistado y amueblado con un lujo que aspiraba a ser tranquilizador pero que sólo conseguía ser agresivo en su perfección. Tras el clic final de la línea al cortarse la llamada de Amanda, el silencio se instaló no como ausencia de ruido, sino como una presencia palpable. Era el silencio de un vacío forzado, de un cordón sanitario alrededor de mi existencia. No será bien recibido. La advertencia de Rojas era una serpiente enroscada en cada rincón, en cada reflejo de las pulidas superficies.
Me quedé de pie, en el centro de la estancia, girando lentamente sobre mis talones. Mis sentidos, agudizados por el puro instinto de supervivencia, escudriñaban cada detalle. El aire olía a limpio, a flores frescas —gardenias, mi favorita—, pero por debajo, como una nota amarga, percibía el tenue aroma a pintura nueva y a cemento, como si la habitación hubiera sido construida o remodelada apresuradamente. Para mí. La idea era descabe