El dolor era una entidad viva que había hecho simbiosis con Clara. Ya no podía recordar cómo se sentía no tener ese latido sordo en las costillas, esa punzada aguda en la mandíbula con cada movimiento. Se había convertido en la partitura sobre la que se escribía su existencia en la celda B7. Pero como un instrumento desafinado que aprende a resonar con la disonancia, Clara descubrió que podía pensar a través del dolor. De hecho, el dolor agudizaba sus sentidos, eliminaba todo ruido mental superfluo hasta dejar solo el núcleo duro de la supervivencia.
La fallida embestida de Liam había sido un cataclismo personal, pero su onda expansiva había alterado la estática miseria del sótano. Los guardias ya no eran sombras silenciosas; sus pasos eran más pesados, sus miradas a través de la mirilla más frecuentes y prolongadas. Clara había aprendido a distinguir sus turnos por el sonido de sus botas. El más joven arrastraba ligeramente el pie izquierdo. El mayor tosía secamente cada pocos metros