La espera se convirtió en una tortura distinta. Cada vez que sonaba la cerradura, el corazón de Clara se detenía, no solo por el miedo a Liam, sino por la posibilidad de que la señal—cualquiera que fuera—hubiera llegado. Pero solo eran los guardias con la comida, sus caras cada vez más tensas, sus movimientos más bruscos. El ambiente en el sótano se había enrarecido; hasta ellos sentían el cambio, la electricidad silenciosa que emanaba de las celdas.
Clara dedicaba sus fuerzas a dos tareas: recuperarse y refinar el plan. Cada golpe que recibía de Anya era un dato precioso que alimentaba su mapa mental del infierno.
—C-E-L-D-A… D-I-E-C-I-S-E-I-S… V-A-C-I-A —golpeó Anya una mañana.
Celda dieciséis, vacía. Era la tercera celda vacía que confirmaban. Posibles escondites, o espacios muertos en la vigilancia.
—G-U-A-R-D-I-A… N-U-E-V-O… T-U-R-N-O… N-O-C-H-E… H-A-B-L-A… M-U-C-H-O —llegó otro mensaje más tarde.
Guardia nuevo, turno noche, habla mucho. Un punto débil. La vanidad, la necesidad d