La luz de la linterna de Liam era un sol cegador en la oscuridad perpetua de la celda. Clara apartó la cara, pero no pudo evitar que el resplandor le quemara las retinas. La presencia de Liam llenaba el pequeño espacio, impregnando el aire ya viciado con su olor a violencia y colonia barata.
—Qué cosita más triste —murmuró él, alumbrando con desdén la jerga sucia, el cubo metálico—. Y pensar que podrías estar en tu clínica, jugando a ser doctora. Todo por terquedad.
Clara no respondió. Mantenía el fragmento de cemento apretado en su mano, la arista afilada mordiéndole la palma. Era un arma ridícula, pero era lo único que tenía.
Liam se agachó frente a ella, sosteniendo la linterna bajo su propia barbilla, creando sombras siniestras en su rostro. —He estado pensando. Rossi quiere información. A mí… a mí me gusta más la práctica. —Alargó una mano y le tocó la rodilla.
Clara se encogió como si la hubiera electrocutado.
—Quítame la mano de encima —dijo, con una voz que quería ser firme y