Horus estaba en la mansión de vigilancia, un recinto oculto entre montañas y bosques, donde el aire se sentía más denso por la magia oscura que lo envolvía. Se ajustó con calma cada parte de su atuendo, aquel uniforme que Hespéride había confeccionado para él: ligero, flexible, tejido con hilos de sombras y bendecido con su pacto de oscuridad. Por encima, tomó la máscara que le cubría la nariz, la boca y parte de las mejillas, pero dejaba visibles sus ojos plateados, esos que lo distinguían de cualquier hombre. Ninguna otra raza, ni linaje, ni guerrero poseía aquella mirada; solo los Khronos, bendecidos por el espíritu primordial del tiempo, llevaban en su iris la eternidad del cielo nocturno, una luz que imponía respeto y miedo al mismo tiempo.
Hespéride lo observaba en silencio desde el ventanal, con un orgullo que no disimulaba. Aquello no era simplemente un guerrero preparándose para la batalla: era la esperanza encarnada, el hombre que se había atrevido a desafiar al imperio, alz