Horus aterrizó en la tierra con el peso solemne de un juicio inminente. Sus botas se hundieron en la hierba ennegrecida por el humo de los proyectiles, y con un movimiento sereno desplegó su armamento. En su zurda apareció el escudo de guardián, de bordes pulidos y de núcleo oscuro, resistente como una muralla viva. En la diestra, la lanza de hielo se manifestó, larga, afilada y brillante, respirando un vapor blanco que se extendía hacia el suelo como niebla. El humo de la frialdad brotaba con lentitud de su cuerpo, envolviendo su silueta como un presagio helado.
—Si quieren conquistar… vengan e inténtenlo —dijo Horus, con su voz metálica y glacial, más filo que eco, proyectada en el silencio cargado de la guerra.
Karius alzó el brazo y, como un coloso que dictaba sentencia, la línea de arqueros y catapultas se tensó en un solo compás. Las cuerdas chirriaron, los proyectiles fueron alzados, la tensión se palpaba como si el mundo mismo contuviera la respiración. Los lanzadores apuntaro