Hespéride, desde la sala central de su mansión oculta, había contemplado lo ocurrido en el Imperio a través de las pantallas suspendidas en el aire por su magia oscura. Las sombras que alimentaban sus hechizos se retorcían en los bordes del cristal negro, proyectando con absoluta nitidez cada detalle: la plaza cubierta de escarcha, los soldados desconcertados, el emperador furioso, y la figura temblorosa de la emperatriz Leighis Noor sin dejar de ver el rostro de Horus, mientras el emperador estaba a los lejos en su trono.
Su mirada se entornó al verla. Leighis… la santa dorada. Sus orejas alargadas, su cabello de oro trenzado y su mirada luminosa eran la viva representación de lo que la sociedad veneraba como pureza. Ella era la luz, la adorada, la perfecta. Hespéride, en cambio, era la bruja púrpura marcada por las sombras. Su piel llevaba grabadas las huellas de la oscuridad que la había fortalecido y condenado.
Eran polos opuestos: luz y oscuridad, santidad y hechicería. Y entre e