El tiempo volvió a moverse en el Imperio. Los sonidos regresaron como un rugido sordo que se expandía desde los cimientos de la plaza hasta las cúpulas del palacio. El fuego, que segundos antes había estado suspendido en el aire, cayó en una danza de brasas inertes, desvaneciéndose ante el soplo gélido que cubría todo el campo de batalla. Las llamas fueron extinguidas por la escarcha que cubría las murallas, los cuerpos y el suelo.
Una neblina azulada se alzó, opacando el resplandor de las antorchas. El suelo crujía al paso de los soldados que se atrevían a moverse; sus rostros, helados de espanto, observaban el lugar vacío donde un instante antes se había hallado el hombre de los ojos de plata.
—¿Qué…? ¿Qué fue eso? —susurró uno de los lanceros, con el arma temblando entre sus manos.
El aire todavía llevaba la huella del tiempo detenido: la sensación de haber sido arrancados de la realidad. Un silencio reverente cayó sobre todos. Solo el viento respondía, arrastrando copos de escarch