En la pradera, el aire se sentía limpio, como si las montañas que rodeaban la ciudadela hubiesen apartado para ellos un espacio fuera del tiempo. Las estrellas destellaban con intensidad en el cielo, y la hierba alta ondeaba suavemente bajo la caricia del viento nocturno. Todo el mundo parecía detenido, reducido al latido de sus corazones y las risas suaves de sus hijas.
Horus y Hespéride habían traído un pequeño festín, dispuesto sobre un mantel oscuro que contrastaba con la hierba. Había frutos de los bosques liberados, pan fresco horneado esa misma mañana en los hornos de Thalyra y carne asada que aún despedía un aroma jugoso. También una jarra de vino espeso y aromático que los clanes del sur habían enviado como obsequio para los monarcas.
Las niñas, pequeñas y de cabello oscuro con destellos de púrpura, se acomodaban en mantas al borde del mantel. Hespéride las atendía con una ternura que jamás había mostrado a nadie más: les ofrecía trozos de fruta blanda, las acariciaba cuando