Hespéride había pasado tantas noches conteniendo el rugido interior de sus guardianes, como si las bestias que eran parte de ella fuesen llamas encerradas bajo la piel. Había sellado en tatuajes aquellas criaturas que alguna vez le habían salvado la vida; marcas oscuras que cubrían sus brazos, su espalda y sus costados, cada una brillando tenuemente cuando el peligro la acechaba. Sin embargo, ahora, por primera vez desde la caída de las cadenas de Atlas, sintió que podía liberarlas sin miedo.
En la penumbra de la carpa real, bajo la mirada expectante de Horus y con sus hijas dormitando en mantas de seda, levantó las manos y dejó que su magia fluyera. El aire se impregnó de un resplandor morado, como relámpagos que dibujaban símbolos en el espacio. Los tatuajes que marcaban su piel ardieron como brasas, y de ellos surgieron las figuras que siempre habían habitado en su interior.
Primero emergió Beta, su corcel negro, imponente y musculoso, que relinchó con fuerza mientras sus ojos dest