Kael
No creí que existiera algo capaz de quebrarme más de lo que ya estaba.
Había vivido dos años con la muerte caminando a mi lado, bebiendo con ella, durmiendo con ella. Dos años en los que me repetí, como un rezo vacío, que Danae ya no respiraba, que su voz se había apagado, que la mujer que amaba se había convertido en cenizas que arrojé al viento con mis propias manos.
Pero esa noche, en esa isla maldita, todo se rompió.
La vi.
La vi viva.
No era un espejismo. No era un fantasma.
Era ella, con su cabello cayendo sobre los hombros, el mismo tono oscuro que mis dedos recordaban, la sonrisa dulce —más tenue, más cansada—, y esos ojos… Dios, esos ojos. Eran los mismos que me habían mirado con amor, con miedo, con deseo. Los mismos que había visto cerrarse para siempre aquella noche en el hospital.
El aire se me escapó del pecho como si me hubieran golpeado.
Estaba en la barra, sirviendo tragos con una tranquilidad que me destrozó.
Hablaba con otros hombres. Sonreía. Caminaba entre la