Danae
La isla estaba envuelta en un aire festivo desde temprano. Desde mi ventana podía ver las guirnaldas de colores que cruzaban la plaza principal, las luces danzando con el viento, los puestos de comida llenos de aromas a pan recién horneado, a miel, a especias. El sonido de la música tradicional flotaba en el aire, alegre y contagioso.
Y, sin embargo, yo no sentía deseos de salir.
A Dorian nunca le gustaban esas cosas. Decía que los festivales eran una pérdida de tiempo, que las multitudes podían ser peligrosas. Solía repetirme que debía mantenerme discreta, que nuestra vida era mejor cuando nadie nos miraba demasiado. Había aprendido a obedecer.
Pero aquella tarde, mientras colocaba copas detrás de la barra de la taberna, mis compañeras parecían decididas a romper mi encierro.
—Vamos, Danae, solo por esta noche —me rogó Katia, una chica risueña de cabellos castaños—. ¡El festival se celebra una vez al año! Además, Dimitri, el dueño, nos inscribió en la competición de baile.