Kael
El silencio pesaba en la sala como un ataúd invisible. Había visto morir hombres, había enterrado hermanos de armas, había perdido negocios, territorios y hasta pedazos de mí mismo. Pero nada, absolutamente nada, me había preparado para enfrentarme a la mirada rota de mis hijos cuando Lana y yo nos sentamos frente a ellos.
—Sofía, Lucas… —mi voz se quebró al pronunciar sus nombres. La garganta se me cerraba como si alguien me la apretara con manos invisibles—. Su mamá… ya no va a volver a casa.
Los ojos grandes de Sofía se llenaron de lágrimas al instante, y Lucas frunció el ceño, como si se negara a aceptar lo que acababa de escuchar.
—¿Dónde está, papá? —preguntó él, su voz temblando.
Tragué saliva con fuerza, sentí cómo la respuesta me quemaba en la boca. No había manera de suavizar una verdad tan cruel.
—Se ha ido al cielo —dije finalmente, la frase más amarga que jamás había pronunciado.
Sofía sollozó y se lanzó a mis brazos. Lucas permaneció quieto, sus pequeños puño