El rugido de mi propia sangre me mantenía en pie, con el corazón latiendo como un tambor de guerra. Habían seguido a mis hijos, habían osado rozar la línea que nunca debieron cruzar. Eso era una declaración directa. Y yo respondía a las declaraciones con fuego.
El informante llegó temblando a mi oficina, oliendo a sudor y miedo.
—Señor Montenegro… sé dónde están. —su voz se quebró—. Los albaneses tienen una guarida en la zona industrial, en una bodega abandonada cerca del río. La usan como base, entran y salen camiones cada noche.
Lo miré con calma. Esa calma peligrosa que me envolvía cuando la rabia alcanzaba su punto máximo.
—¿Seguro? —pregunté, y mis hombres tensaron el aire a su alrededor.
El tipo tragó saliva.
—Segurísimo. Yo mismo llevé armas ahí hace dos noches.
Asentí.
—Lárgate. Vive como un cobarde o muere como un traidor. Tu decisión.
No lo volví a mirar. Mi atención estaba ya en Matteo, que aguardaba serio a mi lado.
—Reúne a todos los hombres. Los quiero listos en diez min