Había noches en las que el silencio pesaba más que una pistola en la mano.
Esa era una de ellas.
Me encontraba en mi despacho, sentado en el borde del escritorio, con un vaso de whisky que ni siquiera había probado. Lo sostenía más como excusa, como una máscara que me mantenía quieto. La llama de la lámpara arrojaba un resplandor dorado sobre la agenda abierta frente a mí.
La misma agenda que Danae había tocado. Lo supe porque el orden, por mínimo que fuese, estaba alterado. Un hombre como yo reconoce esas cosas: el ligero cambio en la inclinación de la tapa, el rastro invisible de unos dedos que no deberían haber estado allí.
Danae había visto demasiado.
Me pasé una mano por el rostro, reprimiendo la punzada de ira mezclada con una sensación que no quería nombrar. No era ira, no exactamente. Era miedo. El mismo miedo que me corroía desde que la traje a esta casa: que los fantasmas del pasado despertaran con sus ojos, que su voz pronunciara el nombre prohibido y me obligara a enfrenta