La puerta de la habitación se cerró con un golpe seco tras la salida de Kael. El silencio que quedó después pesaba tanto que sentí que me hundía en él.
Me quedé de pie en medio del cuarto, con los labios aún temblando, todavía marcados por el beso que él me había robado —o que yo le había permitido, no estaba segura—. Un beso que había encendido cada fibra de mi cuerpo, pero que también me había dejado con un nudo de rabia en la garganta. Porque después de eso, él no dijo nada. Ni una palabra.
¿Cómo podía besarme de esa forma, como si me reclamara, como si su boca dijera lo que sus labios callaban, y luego irse sin mirar atrás?
Me abracé a mí misma, tratando de contener el temblor que recorría mi piel. No era frío lo que sentía, sino esa mezcla ardiente de orgullo herido y deseo que me estaba volviendo loca. Me odié por necesitarlo, me odié por querer que hubiera regresado después de ese beso para aclararlo todo. Y sobre todo, lo odié a él, por arrastrarme a un juego que yo no entendí