Kael
El silencio de mi oficina era asfixiante.
Había pasado toda la mañana enterrado en papeles, reuniones y llamadas que no lograban arrancar de mi mente la imagen de Danae en mi cama, dormida, con la respiración tranquila después de haber hecho añicos todas mis murallas.
La había dejado con una nota fría, seca, calculada.
“Espérame en casa. Tuve que resolver algunos asuntos. –K.”
Un puñado de palabras sin alma, justo lo que necesitaba para mantenerla lejos de lo que realmente estaba ocurriendo dentro de mí. Porque si la dejaba ver un mínimo resquicio, una sola grieta, entonces Danae se convertiría en lo único capaz de destruirme.
Y lo peor era que ya lo estaba haciendo.
Cuando crucé la puerta de la casa al caer la tarde, el aire cambió. No la vi en la sala, ni en la cocina. No escuché sus pasos en el pasillo. Pero su presencia estaba en todas partes, impregnada en las paredes, en mi piel, en cada fibra de mi voluntad resquebrajada.
La encontré en mi estudio, sentada frente al escrit