Al día siguiente regresé a la oficina de Montenegro Enterprises al filo de la mañana. El ascensor se abrió con un suave zumbido y me devolvió a los pasillos familiares de la empresa, esa mezcla de sobriedad y luz tenue que siempre me resultaba acogedora y a la vez inquietante. El traje oscuro que llevaba me hacía sentir profesional, pero a mis espaldas aún latía el eco de la tensión de los últimos días. La ciudad allá afuera despuntaba entre las ventanas, inalcanzable y ajena. Respiré hondo para fingir calma; el aire con aroma a café recién colado me brindó un pequeño consuelo. Un suave murmullo de voces lejanas rompía el silencio, como si la oficina comenzara a desperezarse lentamente, ajena a cualquier peligro. La luz del amanecer se colaba entre los cristales, tiñendo de dorado cada esquina del vestíbulo. Las pisadas de los primeros empleados resonaban con timidez en el mármol, pero mi mente seguía en alerta, captando cada detalle con ojos vigilantes.
Fue entonces cuando sentí las